Rodolfo Nieto presenta en esta obra una amalgama de elementos abstractos y figurativos. Su estilo se destaca por el uso de campos de color contrastantes, una expresiva línea gráfica, la simplificación de formas y la fusión de elementos ficticios y reales. A pesar de ser un pintor cosmopolita que vivió en París y colaboró con renombradas personalidades del mundo artístico, como la ilustración del Bestiario de Borges y Juan José Arreola, así como su amistad con figuras como Vargas Llosa, Paz y Cortázar, Nieto siempre mantuvo un profundo lazo con su Oaxaca natal y se negó a ser relacionado con un movimiento o estilo específico.
La creación de esta obra es significativa, ya que coincide con su exposición en la Galería de Estela Shapiro en 1978, un momento crucial en su carrera. A partir de este punto, se empezó a formular la idea de una Escuela de Oaxaca en la que se postulaba a Nieto como uno de sus exponentes. A pesar de su amplio bagaje pictórico e intelectual, el artista rechazó ser encasillado en un movimiento o estilo específico. En cambio, insistió en su afinidad con la “pintura de pulquerías” y expresó su admiración por pintores como Juan Soriano, Francisco Toledo y Rufino Tamayo.